Pedir respeto y convivencia, alejarse de los extremos, mencionar el populismo y recordar los males que llevaron a España a la Guerra Civil y a la Dictadura, sin mención expresa de ninguna de las dos, ha conseguido que la izquierda en general y el independentismo en particular le hayan criticado desde el primer minuto, por su falta de señalamiento de los culpables de esa enfermedad que se extiende por la sociedad española, entre el descontento y el hastío de los ciudadanos; mientras que desde la derecha le aplauden el mensaje pero se mantienen en hacer justamente lo contrario.
El Rey de hoy se alejó un poco más del Rey de ayer; el hijo de Juan Carlos I devolvió al pueblo español su papel protagonista en la llegada de la Democracia, y pidió como Felipe VI que la Monarquía se mantenga como pieza esencial del complejo equilibrio entre libertad y seguridad, entre unidad y respeto a las diferencias, entre las necesidades de los más débiles y la abundancia exagerada de los más fuertes. Se pueden suscribir cada línea del discurso por descubrir que está pensada, meditada, escrita para soñar con un futuro sin herir el presente, cuando es este presente el que ataca a diario esa convivencia, ese respeto constitucional, político y social que hizo posible, hasta hoy, el regreso de la Democracia.
Entre líneas estaba el mal recuerdo de la II República, el mal camino de los deseos de independencia por parte de Cataluña y Euskadi, pero sin nombrar a nadie, sin señalar a nadie, sin la fuerza directa que se puede hacer desde una Monarquía democrática, sin poder real, pero sí con derechos y fuerza moral si cumple con la misión para la que aparece en la Constitución de 1978, la misma que debe ser mejorada y actualizada salvo que termine por ser derogada más pronto que tarde. Son más a los que ya no les sirve que a los que se aferran a su nacimiento, en unas condiciones que no eran las mejores dado que las vices militares sonaban por detrás de las palabras de los dirigentes políticos.
Pedir que el Rey se comporte como un presidente de una República es un imposible. Ni a Juan Carlos I le eligió el pueblo en unas elecciones, ni Felipe VI se sometió a una campaña política. La función de una Monarquía moderna es otra: la de evitar que ese papel de “reserva” histórica sirva para que las disputas partidistas y los distintos gobiernos, de derechas e izquierdas se alternen en en el poder, sin que esas disputas y programas fijados en un tiempo finito alteren elk andamiaje de fondo del Estado. Concretar es posicionarse en el escenario político. Señalar es advertir y pedir que se respeten las normas mínimas de convivencia. Hablar sin insultos. Plantear soluciones a los problemas sin despreciar al adversario.
Felipe VI inauguró a las nueve de la noche de este 24 de Diciembre un nuevo estilo formal, menos familiar y más institucional, a semejanza de lo que ya están haciendo el resto de las Monarquías europeas. Cambian los tiempos y los deseos ciudadanos. Deben cambiar las imágenes de los Reyes y las futuras Reinas. Un complejo entramado entre una forma de poder dinástico que salta de siglo en siglo y unas Democracias tecnológicas que avanzan de forma implacable hacia concentraciones de poder y riqueza como no se han conocido. Con enorme rapidez. Mirar el pasado es una asignatura pendiente, sin amenazas, ni miedos. Esa asignatura Real sigue pendiente de examen.