Los novios de la muerte

martes 21 de octubre de 2014, 21:41h

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Este parece el año de los difuntos, un perpetuo 2 de noviembre aunque estemos acercándonos a la segunda semana de diciembre. Los que se manifiestan en contra de la privatización hospitalaria en Madrid dicen que la Sanidad pública "está muerta"; la consejera de Educación de la Generalitat asegura que el ministro Wert quiere matar el idioma catalán con sus planes de reforma educativa; leo un artículo de una ex ministra socialista -y se supone que aún militante de este partido-que afirma que "el PSOE se disuelve como un azucarillo". Para el juez decano de Madrid, José Luis Armengol, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón está "muerto" para dialogar con los togados. Y, claro, hay que admitir que, en los últimos dos años, pero especialmente en los últimos meses, hemos de dar por finiquitadas muchas cosas, desde el programa electoral con el que el PP concurrió a las urnas hace un año y quince días hasta muchas de nuestras creencias y costumbres más arraigadas.
Así que los españoles estamos a punto de convertirnos, a golpes de nacional-pesimismo, en una especie de novios de la muerte. Y eso, querido lector, eso sí que no.

Me parece nefasta esta fea costumbre que se ha instalado en los colectivos españoles de declarar difunto a todo aquello que está en controversia o con lo que no comulgan. Claro que ni la Sanidad ni la Educación públicas, ni la Justicia garantista, ni la Constitución, ni el PSOE, ni, menos, Ruiz-Gallardón, están muertos, aunque todo ello ande un poco, o bastante, zarandeado y precise de unos buenos remiendos. La muerte es algo definitivo, irrecuperable. La única resurrección posible es comenzar todo de nuevo; arreglar las paredes y, al tiempo, las cañerías, es, nada más (y nada menos) que rehabilitar el edificio, o sea, regenerar lo tambaleante, pero no muerto. Lo muerto ya no es: no tiene arreglo posible.

El exceso de radicalismo verbal lleva indefectiblemente a una visión deformada de las situaciones y, por tanto, a diagnósticos errados que conducen a soluciones equivocadas. Declarar muerto como interlocutor a alguien es un riesgo muy serio, sobre todo si ese alguien permanece en el cargo con el que hay que dialogar; decir que el principal partido de la oposición se disuelve es como condenarle a rebajas por liquidación y, por ende, como condenarnos a todos a un régimen de casi partido único. Y así, en todo lo demás. Que no hay que exagerar, vamos.

Pienso que sobrepasar líneas que se habían declarado 'rojas', lo mismo que mostrar una pertinaz ceguera a la hora de adoptar las medidas que todos creen que serían convenientes, conduce a una pérdida de fe en nuestros representantes. Pero la desconfianza, como la pereza o la alegría, como la sabiduría o la ignorancia, son elementos motores de la humanidad, luego son factores vivos. Y entiendo que, aunque a veces parece que caminamos hacia ello, no estamos en momentos en los que podamos considerar que lo que se nos ha muerto es el futuro. Muera la muerte, viva la esperanza.
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