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El cambio obligado ante las elecciones

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Cierto es que en este país nuestro siempre andamos en campaña electoral, pero ahora, a pocos días de las elecciones municipales y autonómicas acaso más importantes que vamos a vivir desde el inicio de la transición, se nota más. Se endurecen los discursos, se multiplican las convenciones y actos en los que los candidatos aparecen sonrientes y abrazadores con los propios y amenazantes para los contrarios, se habla mucho de la confección de los programas electorales, pero poco de los avances democráticos que deberían contener tales programas. En suma, ha comenzado la vieja ebullición, pero poco de lo viejo va a quedar, me parece, tras el paso de las menos de trece semanas que nos quedan hasta llegar a las urnas del 22 de mayo.

Tome usted, por ejemplo, el debate sobre la deuda autonómica (y municipal), mezclado con el presunto (o real) derroche en las autonomías y corporaciones locales. O la coincidencia en el resurgimiento de los escándalos de corrupción que afectan al PSOE en Andalucía y al PP en Madrid y Valencia. O la polémica, que apenas ha comenzado pero que promete ser tremenda, acerca de si conviene o no la legalización del partido ‘abertzale’ Sortu y que concurra a las elecciones. O los roces (Gómez versus Lissavetzky, por ejemplo) que cuestionan la pureza democrática interna en los partidos.

Si todo ello se mira con cierta profundidad, aislado de coyunturalismos, veremos que estamos hablando de un compendio de los males que afectan desde casi siempre a las dos españas: el despilfarro y la falta de previsión en la economía, las corruptelas propiciadas desde lo público, el escaso predominio del estado de Derecho sobre la oportunidad política o el cainismo egoísta de nuestros representantes. Para no hablar de la escasa cultura política que evidencian ciertas soflamas que se lanzan desde las tribunas. Un panorama, en suma, bastante poco alentador: ¿cómo pedir ajuste de cinturones a una población perpleja ante tanto falso ERE, tanto regalo a políticos que viven ‘gratis total’, tanto incienso desde ciertas teles autonómicas, tanto desmán urbanístico, tanto faraonismo? ¿Cómo aspirar a que nuestros representantes sean respetados de esta guisa?

Túnez, Egipto, quizá Argelia, hacen que todos se cuestionen sobre cómo, y cuán aceleradamente, está cambiando el mundo. Imposible pensar que los viejos tics, trucos y apaños de la España cañí salgan indemnes de la cada día mayor participación democrática propiciada por las nuevas formas de comunicación. Claro que no voy a cometer la falacia, que ya ha cometido algún político a quien respeto, de comparar la sublevación de las masas en el norte de Africa con el hartazgo de los votantes en una democracia que pide cambio a chorros; pero ese hartazgo existe, en toda Europa, y aquí se notará, creo (y espero), en la votación del 22 de mayo.

No, las que llegan dentro de solamente 97 días no son unas elecciones municipales y autonómicas cualquiera: aunque no se note en los discursos mitineros de fin de semana de nuestros líderes, tan continuistas, tan poco pendientes de la España del 2020, estos días están destinados a barrer de España algunos vicios adquiridos que están mucho más enquistados que la basura que dejaron en la plaza Tahrir los manifestantes contra Mubarak.

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