Supergarcía

(A propósito del libro “Buenas noches y saludos cordiales”, de Vicente Ferrer Molina)

martes 19 de julio de 2016, 01:43h

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Ya he contado que abandoné tempranamente las noches del García en mi adolescencia por una cuestión estética. Tienen recogido mi testimonio en un reciente libro de mi cosecha. A mi profesora de BUP no le cayeron bien expresiones tan manidas como las que usaba con premeditación y nocturnidad el señor García y por las que aquel joven -en la actualidad un cincuentón- no pudo alegar su falsa autoría. Yo me refería en mis ejercicios escolares al campo andaluz dejado de la mano de Dios y el ínclito locutor lo hacía a menudo para hacer balance de la situación del deporte en este país. Y digo lo de ínclito sin ese tonillo despectivo que empleaba él. Como comprobarán no volví a compartir su lenguaje y menos sus formas.

Las estructuras del campo andaluz no eran “a todas luces” “caducas y trasnochadas”, donde las injusticias “campan por sus respetos”. Reconvine con mi joven enseñante, algo tan elemental como que respondían a razones históricas increíblemente aún no superadas.

La veloz carrera del intrépido reportero se inicia pronto. En las olimpiadas de México sabe que la actualidad no está en la Villa Olímpica, sino en la plaza de las Tres Culturas ocupada por las manifestaciones estudiantiles. Cuesta imaginarle al lado de la ya legendaria Oriana Fallaci, herida de gravedad, y no evocar las comedias del landismo. Mientras en España el género resultaba patético el señor García reverdecía las ondas, una vez desaparecidos los viejos maestros, gracias al ejercicio aparente de crítica a los poderosos en unos años en los que la censura obligaba a la lectura entre líneas y el cine de Saura a cintas alegóricas como La Caza o la Prima Angélica. Se le permite criticar a Bernabéu y a la gerontocracia que rige los destinos del fútbol español, obviando que el caudillo continuaba al frente, pese a sus 81 años y a un Parkinson acuciante.

Puede que en esas claves del tardofranquismo anclara su éxito, que las anomalías de ese mismo franquismo sociológico nunca desterrado le ayudaran a mantener su liderazgo. Se comportaba como un auténtico reyezuelo de las ondas, pero la realidad llegaba más lejos. Gil le calificó como verdadero ministro de Deportes en España, cuando su cartera de facto tenía más peso. No era un predicador al uso o un demagogo defensor del pueblo, sino alguien que facturaba millones en publicidad y que hacía valer su poder sin cortarse tampoco en los medios empleados.

Por sus continuas condenas García estuvo a punto de ingresar en prisión. Fue finalmente indultado. La primera por llamar payaso al entonces ministro Pío Cabanillas. En el 90 el Tribunal Constitucional denegó su amparo al considerar que había empleado términos injuriosos, tan innecesarios como ofensivos, contra Roca y las Cortes de Aragón: constituían “insultos en el más estricto sentido de la expresión”, motivo por el que quedaban “fuera del ámbito constitucionalmente protegido de la libre expresión”.

El genio naturalmente discrepaba del parecer del Constitucional: Nadie podía decirle a un profesional lo que es innecesario para una información, con el único límite de la verdad.

Curiosamente, cuando los competidores le suministran su propia medicina, con otra lista de epítetos a la altura de la suya (lametraserillos, abrazafarolas, chupópteros, correveidiles…) pedirá el auxilio de la Justicia. Lo suyo era libertad, lo de sus colegas libertinaje.

En el eclipse final de su estrella él mismo ve la mano de Aznar. En el ardor de la batalla, como se cuenta en el libro reseñado, De la Morena fue el ejecutor y sucesor, para bien y para mal, pero el cerebro de la operación orquestada desde el grupo PRISA fue Alfredo Relaño, “un profesional -no “como la copa de un pino”- sino de un nivel extraordinario” (p. 194). Juzguen ustedes.

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