Ayudó a Felipe González, a Narcís Serra, a Alfredo Pérez Rubalcaba, a Joaquín Almunia , a Alfredo Pérez Rubalcaba, a José Luís Rodríguez Zapatero, hasta llegar a Pedro Sánchez. Negoció el traspaso de poderes entre el PSOE y el PP con la llegada de José María Aznar a La Moncloa y lo volvió a negociar tras la salida de éste y la derrota de Mariano Rajoy. El hoy presidente del Gobierno le llamó para que intentara convencer a Albert Rivera de las bondades que representaría para la gobernabilidad del país un pacto con Sánchez que evitara las presiones del nacionalismo. No lo logró, por más empeño que puso en convencer al líder de Ciudadanos.
Guardián de casi todos los secretos del poder hizo de sus obligados silencios la mayor de sus virtudes. Negociaba con dureza y era capaz de encontrar un punto de encuentro y dejar fuera las discrepancias. Había unos límites que nunca pasó, unas líneas rojas que ponía encima de la mesa ante las presiones de los contrarios, ya fuesen éstos del mismo partido, de otras formaciones o dirigentes empresariales y financieros. José Enrique tenía la llave de las puertas del poder pero no las cerraba, su trabajo era vigilar y asesorar a la persona que estaba dentro, sin apuntarse ningún mérito, ni ninguna de las decisiones que tomara el que en ese momento era su jefe.
Desde las ventanas de su casa se ve la Casa de Campo y detrás de esos cristales pasó la mayor parte de los últimos años. La enfermedad encerró su cuerpo entre esas paredes pero no su mente. Siempre estaba dispuesto a opinar sobre lo que le preguntaran, estuviera o no de acuerdo con las ideas del que le llamaba por teléfono. Nunca fue débil, sí exigente. Escuchaba y aconsejaba sin que nunca pretendiera que sus razones obligaran a quien le pedía un análisis de las conductas. Era un pintor de la palabra dicha y del silencio intencionado.
No tuvo muchos amigos y sí muchos conocidos. Su selección natural la hacía desde el respeto a la inteligencia y a lo que consideraba la verdad en cada momento. Sabía que esa verdad, en política, era un factor variable, con el que había que contar para entender al adversario y negociar, dejando claro dónde estaban los límites.
El minuto de silencio que le ha dedicado, como homenaje póstumo, el Congreso de los Diputados es una declaración política sobre su figura dentro de la esfera pública y de la enseñanza universitaria. Al enterarme de su muerte, tras muchas semanas sin llamarle por saber del avance de su enfermedad y de sus dificultades para hablar, me ha venido a la memoria una vieja canción que Alberto Cortez dedicó a todos los que pierden a alguien que significó algo en sus vidas: “cuando un amigo se va, queda un espacio vacío…”