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La ciencia, tabla de salvación

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Por Antonio Papell

Martes 21 de octubre de 2014

Cuando se me requirió este artículo para formar parte de una reflexión colectiva sobre cómo lograr la mejor España posible en 2020, y se me anunció que mi ejercicio prospectivo debía versar sobre la Ciencia española, mi primera reacción fue declinar la gentil invitación, pese a que mis dos almas profesionales, la de periodista y la de ingeniero de caminos, pugnaban por convencerme de lo deleitoso de semejante ejercicio, que de algún modo debía emanar de ambas. Mi resistencia, lógica sin duda, se debía a mi inveterada presencia en los medios de comunicación como generalista, lo que me llenaba de pudor a la hora de realizar una pública reflexión sobre un asunto tan especializado como el desarrollo de la ciencia y la investigación en nuestro país.

Transcurridos unos días desde mi rechazo intelectual no consumado al encargo, fui percatándome despacio de que mi reflexión de profano sobre la histórica postración de la ciencia española, su mediocre situación en la democracia y las escasas perspectivas de futuro que hoy se vislumbran podría quizá tener cierto valor referencial, por venir de un espectador incansable de la realidad española que además ha ejercido con asiduidad la crítica a la mediocridad de la superestructura política de este país, tan mal nutrida por la sociedad civil, que nunca se ha embarcado verdaderamente en gestionar su propio autogobierno. Porque también en este ámbito especializado, que como es lógico ha de pertenecer preferentemente a los científicos, el impulso y la iniciativa deben corresponder a políticos emprendedores convencidos de que los ciudadanos tenemos el deber moral de situarnos, en la medida de nuestras fuerzas, a la cabeza del cuerpo social para tirar de él hacia arriba con cierto sentido del compromiso y para cumplir la misión trascendente que tenemos todos quienes vivimos en sociedad y aspiramos a mejorar el futuro con la mejor administración de las fuerzas del presente.

Aceptado, pues, el encargo y adquirido el compromiso de llegar a algunas conclusiones, cumple describir la primera impresión personal que responde a la atenta observación de la realidad española, al reconocimiento de la historia y al análisis de las vicisitudes del proceso de avance de los pioneros. Y esa primera impresión es pavorosa: España, aherrojada por los prejuicios de la Contrarreforma, no tuvo verdadera ciencia en el siglo XIX, cuando Occidente tomaba posesión del racionalismo y le hacía un vasto lugar a la cultura; y cuando las generaciones espléndidas de principios del siglo XX habían conseguido afirmar los primeros pilares del edificio intelectual, asentados con firmeza durante la efímera etapa republicana, la cuartelada militar y la posterior dictadura castrense arrasaron de nuevo cualquier despertar de la inteligencia.

Nuestra democracia, que ha alcanzado ya las tres décadas de edad, ha comenzado apenas a interiorizar con la debida intensidad que el progreso y el bienestar dependen de la educación y del desarrollo de la ciencia, pero no ha sido posible pasar aún de la bien intencionada retórica a los hechos. Y la lenta pero indudable evolución positiva de la investigación científica se ha detenido de nuevo, si no ha retrocedido otra vez, a causa de la gravísima recesión, que, a falta de un orden de preferencias adecuado en quienes dirigen el Estado, ha vuelto a frustrar el despegue intelectual de este país.


Primera polémica sobre la modernidad

Para entender cabalmente la postración de la ciencia en España, debida a la tardía preocupación por ella, es obligado volver la mirada a la primera –y también tardía- gran polémica sobre la modernidad de este país, acaecida al principio de la Restauración, desde 1876. Concluido el sexenio democrático, el nuevo régimen privó de sus cátedras a los profesores que, en defensa de la libertad de enseñanza y de sus ideas racionalistas, se negaron al juramento obligatorio de que no impartirían doctrinas contrarias a la moral católica.

El debate fue intenso y clarificador, y a él contribuyeron, del lado modernizador, los intelectuales cercanos al krausismo y a la Institución Libre de Enseñanza, como Gumersindo de Azcárate, y del lado casticista o reaccionario, Gumersindo Laverde y, sobre todo, Marcelino Menéndez y Pelayo, quien, en “La Ciencia Española” (1887) trató de demostrar nada menos que la ortodoxia católica, representada por la Inquisición, no había impedido el desarrollo de una ciencia autóctona.

Aquel debate fue analizado, ya con mayor perspectiva, por personajes ilustres de generaciones posteriores también preocupados por el devenir de España. Ortega, en concreto, glosó despiadadamente la obra de Menéndez y Pelayo y su juicio crítico se resume en este diagnóstico: “Antes de su libro entreveíase ya que en España no había habido ciencia; luego de publicado, se vio paladinamente que jamás la había habido”. No muy distinta fue la opinión de Pedro Laín Entralgo, quien, en “España como problema”, analizó críticamente aquella polémica sobre la ciencia como parte del superior debate sobre ‘El Ser de España’.

Pese a aquellos comienzos tormentosos, a finales de siglo XIX nacía precariamente el edificio científico español, siempre asediado por el integrismo religioso. En 1875, en pleno ascenso de las ideas positivistas en la sociedad española, Agustín González Linares, catedrático de Ampliación de Historia Natural en la Universidad de Santiago, enseñó sin tapujos las teorías darwinistas, lo que le costó la cátedra y dio origen a la ‘circular Orovio’ que cercenaba la libertad de cátedra, suscitándose la llamada “segunda cuestión universitaria”, antecedente de la Institución Libre de Enseñanza…

Pese a las resistencias, los últimos años del XIX registraron un florecimiento de las ciencias biomédicas que, en el caso de la histología, hicieron posible el surgimiento de la figura egregia de Santiago Ramón y Cajal, quien publicó el grueso de su obra entre 1897 y 1904 y obtuvo el premio Nobel en 1906; su prestigio obligó al gobierno a crear el Laboratorio de Investigaciones Biológicas, uno de los pilares de la ciencia española del siglo XX. En 1900 se creaba asimismo el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y, en 1907, la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, presidida desde el primer momento por Cajal hasta su muerte en 1934.

Pese a aquellos esperanzadores impulsos, no fue fácil en ningún momento el camino de la ciencia en España, y se dio el caso de que pocos días después de la constitución de la Junta, el 25 de enero de 1907, los liberales fueron sustituidos en el Gobierno por los conservadores de Antonio Maura, de forma que Faustino Rodríguez San Pedro, reaccionario de pro, ocupó durante tres años el Ministerio de Instrucción Pública, lo que dificultó la consolidación y desarrollo de la Junta de Ampliación, que pese a todo –es decir, pese a sus constantes problemas presupuestarios y al maltrato en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera- fue la columna vertebral de la estructura científica española hasta la guerra civil.


Los primeros impulsos

No es exagerado decir que la Edad de Plata de la ciencia española en aquellas primeras décadas del siglo XX giró en torno de una única figura eminente, la de Ramón y Cajal, A esta cuestión se ha referido Carlos Elías, químico y profesor de Periodismo en la Universidad Carlos III, autor de “La razón estrangulada”, una visión pesimista de la decadencia de la ciencia en Occidente en general y en España en particular.

Elías, que elaboró su libro durante una investigación en la London School of Economics, refería en una entrevista la existencia de un debate anglosajón sobre el porqué Inglaterra y no España ostentó el liderazgo mundial a partir de los siglos XVI y XVII, que sin duda tiene que ver con el hecho de que ellos apostasen por el cultivo de las ciencias de la naturaleza y nosotros no… El mundo anglosajón cuenta con muchos premios Nobel –británicos primero, norteamericanos y australianos después-, y hoy la comunidad científica londinense se pregunta por qué en los últimos años ningún británico ha recibido el Nobel… mientras España se ha limitado a celebrar el centenario del galardón obtenido por nuestro único Nobel científico, Ramón y Cajal (Severo Ochoa computa, lamentablemente, como norteamericano).

En el primer tercio del siglo XX, la Junta de Ampliación de Estudios, con pocos medios y una estructura administrativa muy simple, logró una singular movilización de las energías de este país. Otorgó pensiones –las actuales becas- a estudiosos, facilitó contactos con instituciones extranjeras, y creó instituciones para rentabilizar y potenciar la experiencia adquirida por los investigadores españoles. En particular, el centro de Estudios Históricos y el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales; a este último se adscribieron muchas de las instituciones ya existentes (el Museo Nacional de Ciencias Naturales o el Real Jardín Botánico) y se creó un sinfín de instituciones nuevas (una infinidad de laboratorios de muy distintas especialidades que adquirieron relevancia en muchos campos, y en particular los de la Física y la Química).


La República y la Guerra Civil

La guerra civil devolvió a este país a las cavernas. Primeramente, la Junta de Ampliación de Estudios, que había sido desde su fundación una institución de inequívoco carácter liberal que había estado vinculada a los regeneracionistas, fue vista como sospechosa por los revolucionarios; la presión cedió cuando algunos conspicuos personajes vinculados a la Junta –Juan Negrín, Blas Cabrera Sánchez o Cándido Bolívar- ocuparon cargos de relevancia al frente de la República en guerra; después, tras la derrota de la República, el nuevo régimen impuso expeditivamente sus propias ideas: la ley de 24 de noviembre de 1939 que creaba el Consejo Superior de Investigaciones Científicas apostaba expeditivamente por “la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII” y por “imponer al orden de la cultura las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento, en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de modernidad”.

El resumen de lo que significó la contienda en palabras del historiador Luis Enrique Otero Carvajal es bien expresivo: “La guerra civil frenó en seco los embriones de un sistema científico en España. Las bases ideológicas y culturales de la dictadura del general Franco representaron un retroceso de alcance histórico para el débil y frágil entramado científico español. El exilio, que significó la sangría de una parte sustancial del capital humano de la cultura española, incluido el componente científico, provocó una descapitalización que tardó decenios en ser solventada.

Además, la depuración emprendida tras el fin de la guerra por los vencedores golpeó con extremada dureza al sistema educativo y científico español, las depuraciones de maestros, profesores universitarios y científicos excluyeron de la práctica profesional a miles de personas capacitadas, condenadas a un duro y amargo exilio interior, cuyo coste no ha sido suficientemente mensurado hasta el momento, para el desarrollo educativo, la formación y cualificación de la sociedad española de la larga posguerra”.

Efectivamente, el exilio de los científicos fue masivo, mientras en España el régimen intentaba inútilmente la autosuficiencia tecnológica de la autarquía, al menos hasta la tímida apertura de 1959, año del plan de Estabilización. La reorganización se intentó a través de la creación del mencionado Consejo Superior de Investigaciones Científicas, presidido por el ministro de Educación Nacional, José Ibáñez Martín, quien ocupó la cartera ministerial hasta 1951, año en el que le sustituyó Joaquín Ruiz Giménez. La autarquía se apoyó asimismo en la Ley de Ordenación y Defensa de la Industria Nacional, de 24 de noviembre de 1939, y en la creación del Instituto Nacional de Industria –el INI-, en 1941.


Los tecnócratas del Opus Dei

Ya en los años sesenta, los tecnócratas del Opus Dei intentaron una reestructuración del entramado científico-técnico. En 1958 se creaba la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica –CAICYT-, dependiente de Presidencia del Gobierno y con el CSIC como organismo administrativo central; en 1962 se creaba la comisaría del Plan de Desarrollo, en un año en que Lora Tamayo ocupó la cartera de Educación, López Bravo la de Industria y López Rodó la presidencia de la Comisaría del Plan de Desarrollo. En 1964, a raíz de la publicación de un informe de la OCDE dedicado a España que revelaba que la inversión en I+D era del 0,19 % del PIB, se creó el Fondo Nacional para la Creación Científica. Los resultados del esfuerzo fueron escasos ya que, después del primer Plan de Desarrollo 1964-1967, la inversión en I+D apenas había alcanzado el 0,29 %.

Contra lo que a veces se piensa, la dictadura franquista no se apoyó en un Estado potente sino al contrario: la regresiva política fiscal redujo a mínimos los ingresos públicos, de forma que no hubo manera de reaccionar cuando otro informe de la OCDE de 1971 estimó que para reducir el colosal retraso en términos de I+D con los países desarrollados y alcanzar el 1 % del PIB sería precisa una inversión de unos 5.000 millones de pesetas anuales. La década de los setenta, de fuerte desarrollo, fue de importación masiva de tecnología por la absoluta carencia de ella en España.

Así las cosas, la Transición arrancó en 1975 con una inversión en I+D del 0,3 % del PIB, uno de los porcentajes más bajos de la OCDE. Durante la etapa de sucesivos gobiernos de la UCD, que fueron asimismo de crisis económica, las preocupaciones del país versaban sobre la construcción del entramado institucional del nuevo régimen, por lo que el abordaje a fondo de la cuestión de la ciencia tuvo que esperar. Hubo, sin embargo, conciencia del problema y existieron incluso algunas iniciativas muy valiosas que sentaron unas apreciables  bases de futuro.


En los inicios de la transición

Así, en 1979 Adolfo Suárez creaba en su gobierno el Ministerio de Universidades e Investigación a cuyo frente estuvo Luis González Seara hasta la desaparición de la cartera en 1981. Y en 1977, el Ministerio de Industria y Energía, dirigido por Alberto Oliart, creaba el Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial –CDTI- que pretendía remediar el déficit de tecnología industrial con ayuda financiera del Banco Mundial.

En 1977 y en 1982, el Senado debatió la situación de la ciencia española. En la primera ocasión, el diagnóstico fue certero: “sus  conclusiones –explica Otero Carvajal- fueron una radiografía de los problemas que la aquejaban. Dispersión y falta de coordinación de los centros de investigación científica y de los organismos de la Administración afectados, carencia de una infraestructura adecuada, escasa conexión de la actividad investigadora con la actividad empresarial e insuficiencia de los recursos destinados a I+D”.

El dictamen de 1982 profundizaba en el diagnóstico de 1977: “escasez de recursos, alta concentración en Madrid y muy escasa participación de la empresa privada”. El sistema de la ciencia y la tecnología seguía pues caracterizándose por su fragilidad y subdesarrollo. Poco antes de la victoria socialista de 1982, el gasto bruto en I+D permanecía estancado en el 0,39% del PIB, todavía a la cola de la OCDE.


La primera etapa socialista

Durante la etapa socialista 1982-1996, se produjo el indiscutible despegue no sólo de la ciencia española sino de la educación superior, gracias a la combinación de la iniciativa política y del consiguiente esfuerzo presupuestario. Al amparo de la ley de Reforma Universitaria de 1983, la Universidad adquirió un desarrollo espectacular y se abrió de par en par a todos, lo que, pese a que engendró un grave problema de masificación, formó nuevas generaciones de técnicos y científicos que, gracias a una ambiciosa política de becas, pudieron formarse como investigadores en el extranjero.

Los diversos ministerios adoptaron asimismo una infinidad de iniciativas en el sentido correcto, que fueron desde la reincorporación de España al CERN a la creación por Defensa del INTA o del Fondo de Investigaciones Sanitarias por sanidad y Consumo. El sociólogo Manuel Castells, a iniciativa de Presidencia del Gobierno, abordó en 1984 un relevante análisis titulado “Nuevas Tecnologías, Economía y Sociedad en España”, que sirvió de pauta a los futuros designios. Y en 1986, el ministro de Educación y Ciencia José María Maravall impulsó la aprobación de la Ley de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica, conocida como ley de la ciencia, de la que nació la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología –CICYT- encargada de gestionar el Plan Nacional de I+D. Aquella norma trató de establecer una real coordinación entre todas las iniciativas investigadoras bajo el marco común del CSIC…

Aquel esplendoroso proceso tropezó sin embargo con la crisis económica 1992-1993, que generó una contracción del gasto en I+D que se prolongó a los años sucesivos en que fue preciso cumplir el Programa de Convergencia. Así, si en 1985 el gasto total en I+D fue del 0,55 % del PIB y en 1993 se había alcanzado ya el 0,97 % del PIB, en 1996 se descendió nuevamente al 0,87 %.

Pese al significativo despegue español, estábamos todavía muy lejos de Europa: en la UE, el gasto total en I+D alcanzaba de media el 1,91 % en 1985 y en 1993 se elevó hasta el 1,97 %, pero en 1996 descendió nuevamente al 1,84 % a causa de los mencionados programas de ajuste que se extendieron a la mayoría de los países comunitarios.

Durante esta etapa de gobiernos socialistas, la ciencia y la investigación se vieron favorecidas por el desarrollo autonómico –diversas comunidades acometieron la creación de centros de investigación regionales- y por la incorporación de España a la Unión en 1986, que nos aportó innumerables ventajas: desde la participación en los programas marco comunitarios de investigación al disfrute de los programa de intercambio universitario Erasmus y Sócrates; tanto el Acta Única de 1986 como el Tratado de Maastricht de 1992 incluyeron entre sus cláusulas el respaldo a la investigación y a la ciencia para otorgar competitividad a la industria europea.

Al concluir el sigo XX, y en el resumen realizado por Luis Enrique Otero Carvajal, se había consolidado en España “una estructura organizativa y funcional articulada en tres grandes núcleos de investigación e innovación científico-tecnológica: la Universidad, el CSIC y los centros públicos vinculados a los ministerios y empresas públicas. Se había avanzado en la coordinación de los objetivos en I+D  través del papel de la CICYT y los Planes Nacionales de I+D”. En cualquier caso, la situación distaba de ser la ideal: la Encuesta sobre Innovación del INE de 1994 mostraba una gran debilidad empresarial en investigación e innovación tecnológica.

La escasez de recursos durante la década de los noventa dificultó grandemente el proyecto de facilitar el retorno y la instalación de los jóvenes investigadores formados en el extranjero, que no encontraron sitio en los centros del sector público y que tampoco pudieron incorporarse a un sector privado con escasa actividad de I+D.


Los gobiernos de Aznar

La llegada del Gobierno popular en 1996 no supuso un cambio de rumbo, si bien fue incapaz de cambiar la tendencia a la baja iniciada como consecuencia de la crisis de 1992 y 1993. El nuevo gobierno conservador, empeñado en integrarse en la Eurozona entre los países de cabeza,  no tuvo más remedio que proceder a un gran ajuste fiscal para cumplir los requisitos de convergencia, lo que redundó en un nuevo frenazo a las políticas de I+D.

En los años sucesivos, el PP mantuvo unas políticas económicas restrictivas encaminadas al logro de superávit fiscal, por lo que la investigación española no pudo aprovecharse de la bonanza fiscal de aquellos años. En 1999, la inversión en I+D representaba el 0,89 % del PIB, muy por debajo de la media europea, que superaba el 2 %. En el 2000 no alcanzábamos el 1 % (el 1,17 % sumando los gastos militares). El Plan de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica para el período 2000-2003 pretendía elevar el I+D+i al 1,29 % del PIB a su término.


La etapa de Rodríguez Zapatero

Según la Fundación Cotec en un informe publicado en 2008 sobre Tecnología e Innovación en España,  el gasto en I+D habría aumentado de forma consistente desde 1994. En concreto, se habría incrementado en un 50 % entre 1995 y 2006, pasando del 0,79 % del PIB al 1,2 %. Durante el año 2006, la inversión habría aumentado un 16% hasta los 11.815 millones de euros. El informe aclara en todo caso que en España se gastaba en aquel ejercicio por habitante y año menos de la mitad que en otros países desarrollados de nuestro entorno como Alemania o Francia. La participación empresarial en tal inversión (53,8 % en 2006) era sensiblemente inferior a la media de la UE (62,6 %) y de la OCDE (68 %). En resumen, un 35 % del total de los 116.000 investigadores que había ese año en España trabajaban para el sector privado.

Según la OCDE, España destinó a I+D en 2008 un 1,35 % del PIB, por debajo de la media europea, el 1,9 %, y muy lejos de los máximos de inversión de Suecia (3,75 %) y Finlandia (3,72 %). Ello la ubicaba en ese año en el puesto 33 de la competitividad mundial. En 2008, el gasto en I+D alcanzó los 14.701 millones, lo que supuso un incremento del 10,2 % respecto a 2007. De este modo el peso sobre el PIB pasó del 1,27 % al 1,35 %.

2009 fue ya el año de gran crisis, y aunque no se dispone de datos completos todavía del período que llega hasta nuestros días, es evidente que el ajuste fiscal ha afectado a la actividad investigadora, que también se ha resentido de los problemas experimentados por el sector empresarial. En cualquier caso, el Ministerio de Ciencia e Innovación dirigido por la ministra Cristina Garmendia ha conseguido sacar adelante este pasado mes de mayo, por amplio consenso, la nueva ley de la Ciencia, La Tecnología y La Innovación, que pone al día aquella magnífica ley de la ciencia auspiciada por Maravall en los ochenta. Entre otros avances, la nueva norma incluye el contrato predoctoral para los jóvenes científicos, el nuevo marco de trabajo con las comunidades autónomas en materia de I+D+i, la movilidad de los investigadores entre el sistema público y el privado, así como la creación en el plazo de un año de la Agencia Estatal de Investigación, lo que ha de permitir un cambio en la gestión de la financiación pública de la I+D.

La crisis económica no sólo ha interrumpido el vacilante proceso de crecimiento del I+D en nuestro país: ha puesto también en evidencia a nuestro viejo y precario modelo de desarrollo, basado en actividades de bajísima productividad –la construcción- y en la demanda interna, y, al provocar el estallido de la burbuja inmobiliaria, ha engendrado el sobrecogedor problema de un desempleo estructural que afecta a unos cinco millones de personas (más del 21 % de la población activa). Un informe de la OCDE publicado en mayo de 2011 afirma que España seguirá siendo el país desarrollado de mayor tasa de paro dentro de cuatro años (14,5 %) y que habrá que esperar quince años, hasta 2026, para recuperar la tasa del 9 %, que en nuestro país se consideraba aceptable antes de la crisis.

Tales previsiones, lógicamente, no representan una predestinación fatal irremediable sino que deben servir de acicate para poner los medios que las desmientan. En nuestro caso, la lucha contra este destino perverso pasa por edificar un nuevo modelo de desarrollo mediante la incentivación de actividades innovadoras de alto valor añadido y por la potenciación del sector exterior. Para llevar a cabo dicha transformación, que durante su dilatado recorrido podrá ir dando alojamiento en el mercado laboral a los millones de desempleados lanzados al paro por la recesión, es indispensable realizar un esfuerzo sin precedentes en el reforzamiento del sistema educativo y en la inversión en I+D.

Las demás reformas estructurales de que tanto se habla son instrumentales, resultan indispensables para que el cambio de sistema productivo pueda tener lugar, pero no constituyen la mudanza en sí, que depende de la modernización real de nuestra economía y de la formación de suficiente capital humano para producirla y gestionarla. La ciencia ya no es, pues, el acompañamiento de nuestro desarrollo como país sino la herramienta indispensable para que la crisis no nos deposite para siempre en el reino de la mediocridad.

El objetivo para 2020 es, pues, bien simple: lograr que nuestras estructuras científicas públicas y privadas digieran un gasto en I+D  comparable en términos relativos al de los países punteros de Europa. Y conseguir que se amortigüen los fuertes desequilibrios interregionales que todavía condenan a algunas regiones españolas al subdesarrollo y a la renuncia a toda prosperidad.


(*) Antonio Papell es periodista e Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos