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Cuando el derecho (humano) devalúa la política

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Por Enrique Gomaríz Moraga

Martes 21 de octubre de 2014

Desde que empezó lo que se denomina la crisis de época, a mediados de los pasados años setenta, que dio cauce a la globalización (inicialmente económica), la política ha sido el espacio más afectado en nuestra cultura occidental. La devaluación, el deterioro, hasta la corrupción de la política han servido de base de una enorme cantidad de estudios y de comentarios en los medios de comunicación. Algo que sacude reiteradamente el escenario político español.

Dado que el inicio de la globalización tuvo una determinada dirección política, eso que de forma amplia se ha llamado neoliberalismo, la política tuvo un primer impacto en términos de subordinación a los principios del mercado. Hoy sabemos que globalización y neoliberalismo no son exactamente lo mismo, pero el hecho de emergieran imbricados hizo que la subordinación de la política a la lógica del mercado pareciera (en los ochenta y los noventa) un destino inevitable. Norbert Lechner insistió en sus últimos años de vida acerca de la necesidad de recuperar el papel central de la política, superando lo que denominó su “descentramiento”. Entre otras razones, porque considerar la lógica del mercado no sólo para sanear la economía sino para ordenar todo el funcionamiento de la sociedad suponía un retroceso al darwinismo social del siglo XIX.

Porpuestas que rechazaron la orientación neoliberal

Ya desde los noventa comenzaron a surgir voces y propuestas que rechazaron la orientación neoliberal del proceso de globalización. Quizás la más conocida fue la generada en el seno del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), sobre la categoría de Desarrollo Humano, que tuvo entre sus promotores al Premio Nobel de Economía Amartya Sen. Pero fue con el cambio del siglo cuando se produjo lo que Naciones Unidas ha llamado “el retorno a lo público”, que volvió a colocar a la política en el papel central del ordenamiento de la sociedad. Sin embargo, este recentramiento de la política fue en alguna medida un regalo envenenado, porque puso ante los ojos de la gente las falencias propias y específicas del sistema político basado en la democracia representativa.

Las críticas a la democracia representativa identificaron una buena cantidad de factores que contribuyen a su deterioro. Algunos señalaron la banalización de la política a causa de su subordinación a lo mediático. El laureado Giovanni Sartori ha insistido en la devaluación mediática de la política. Otros sectores han enfatizado la corrupción en la gestión pública como la principal fuente de deterioro de la política. Una fuente insistente de críticas se ha desarrollado en torno a la idea de que la representación conduce a una profesionalización excesiva de los políticos y a un alejamiento de las élites políticas (y los partidos) de las preocupaciones y los anhelos de la ciudadanía común y corriente. De hecho, ese es el fundamento de plataformas como Democracia Real ya, que actualmente impacta el escenario político español.

Algunos estudios más finos refieren al problema de fondo que afecta tanto a las élites políticas como a la subjetividad del conjunto social: la falta de confianza no sólo en las instituciones sino entre los ciudadanos. El tema de la confianza mutua como base de la democracia representativa es una cuestión que crece en importancia en los centros académicos (claro, si no confías en tu semejante, siempre será mejor la democracia directa que la representación).

Sin embargo, existe un factor de fragilización de la política que apenas se expresa abiertamente en las ciencias sociales o los medios de comunicación. Esa falta de expresión está causada por el hecho de que se trata de una argumentación a contracorriente. Sólo algunos politólogos atrevidos (en el mejor sentido del término), del estilo de Sartori, han iniciado apenas un balbuceo al respecto. Curiosamente, se trata de un viejo dilema, que hoy se ha agudizado bajo su nueva determinación: la competencia entre el derecho y la deliberación política por ocupar el espacio central de las decisiones colectivas.

Digo que esta es una vieja cuestión porque, desde el inicio de la modernidad política en el siglo XVII, se ha discutido insistentemente sobre el peso que debe tener la norma en el funcionamiento del sistema político, frente a la libre deliberación política. Incluso existe una inclinación diferente de acuerdo a cada cultura: la tradición anglosajona prefiere pocas normas y buenas condiciones de deliberación política, mientras que la tradición latina se inclina por la lógica contraria.


Crítica a la política

Pues bien, en la actualidad, la crítica de la política ha dejado un enorme espacio a una nueva modalidad de lo normativo: el enfoque y desarrollo de los derechos humanos. Desde el espíritu que movió a los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de establecer un denominador normativo básico, para el conjunto de la humanidad, se ha pasado a una lógica de ampliación constante, en sucesivas oleadas o generaciones, de derechos humanos temáticos, que van desde los derechos sociales, económicos y culturales hasta los recientes denominados “dd.hh. de solidaridad”.

Esta lógica conduce a lo que algunos autores han llamado la inflación de los derechos humanos: toda reivindicación, anhelo o preferencia, puedo ser convertirla en un derecho humano. Y en algunos ámbitos, España por ejemplo, se ha considerado que la ampliación de esos derechos es lo que determina hoy la impronta progresista. Esa fue la matriz ideológica del primer Gobierno de Zapatero, desarrollada, desde luego, con ese tono un tanto dogmático tan español. Así, por ejemplo, el establecimiento de derechos de minorías, parece que disuelve o elimina los derechos de las mayorías. En realidad, la idea de la armonización ponderada de derechos sólo fue descubierta por el círculo íntimo de Zapatero en su segunda legislatura (en torno al tema de la información virtual).

Ahora bien, esa normativización de la vida política presenta algunos problemas sustantivos, que acaban dirigiéndose contra su sano desarrollo. El primero de ellos, refiere a que las sociedades humanas no funcionan al margen de los avatares de la producción económica. Y las crisis económicas tienen unas veces culpables identificables y otras veces no. En todo caso, debemos ser lo menos hipócritas posible: ¿debe entenderse el manejo restrictivo de una crisis económica (o un salvataje de país, como Grecia o Portugal) como una conculcación de derechos humanos sociales y económicos?

La respuesta a esta pregunta obliga a examinar nuestra lógica contradictoria: conforme mas atornillemos el derecho humano al bienestar, menos campo de maniobra nos queda para manejar una crisis económica. ¿Les resulta familiar la contradicción? Porque es la principal fuente de disolución de la credibilidad que hoy enfrenta el líder de la ampliación de derechos, José Luis Rodríguez Zapatero. Una contradicción que, para ser justos, no sólo es patrimonio del gobernante español, sino que se desarrolla en el seno de Naciones Unidas. No es posible seguir aprobando nuevas generaciones de derechos humanos y luego aceptar que sus propias entidades económicas propongan programas de estabilización a los países en crisis. Eso no es otra cosa que destruir con una mano lo que se construye con la otra. En breve, una expresión de hipocresía política.


Nuevas cuestiones

Cabe entonces la pregunta: ¿Y no sería mejor regresar al espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (que por cierto contenía los derechos sociales básicos), considerándola como el mínimo común valórico, y dejar a la deliberación política la elección entre distintas opciones para resolver un grave problema de la sociedad?

En otras palabras, todo indica que es necesario lograr un nuevo punto de equilibrio entre derecho y deliberación política, para no seguir ampliando la brecha entre lo ideal y lo posible. O como reza el refrán popular, hay que saber cuándo lo mejor es enemigo de lo bueno. Porque la consecuencia que tiene seguir ampliando esa brecha es agregar un poderoso factor de devaluación de la política, que ya no se entiende más como el arte de lo posible, sino como la simple administración de la norma. Algo que, en el fondo, traslada al campo de la administración la decisión política, sustrayendo así su procesamiento en el debate público, que es el fundamento básico de la democracia.

Por cierto, conforme se amplía la normativización de la vida política, suele convocarse otro problema no menor: la judicialización de la vida humana. El ejemplo de América Latina es ilustrativo: en Centroamérica fue posible lograr acuerdos de paz entre las fuerzas enfrentadas, que, obviamente, negociaban su pasado, presente e inmediato porvenir; mientras en Colombia se discute si será posible alguna negociación (para detener una guerra ya tóxica) dado los niveles de judicialización que está alcanzando el conflicto.

De esta forma, pueden observarse dos síndromes actuales respecto de la fragilización de la política, uno desde la acera conservadora y otro desde la progresista. Para la primera, la descentralización de la política procede de la tendencia a subordinar la deliberación política a los mandatos del mercado; para el progresismo, la devaluación de la política consiste en subordinar la deliberación a la dinámica de ampliación de derechos, que conduce a la simple administración de la norma o de su aplicación judicial.

Resulta interesante observar que la contradicción resultante afecta hoy en España más al Gobierno socialista que a la oposición conservadora. Por esta razón, es posible observar que hay más diversidad de voces en el Partido Popular que en el PSOE. En otras palabras, la tendencia normativista tiende también a conculcar el debate interno. De hecho, hay más malestar hoy dentro del PSOE por ausencia de deliberación interna, que dentro del PP. Y eso también se trasluce al exterior.

En todo caso, cabe la pregunta de si es posible evitar los dos síndromes antes mencionados de devaluación de la política. Probablemente no sea fácil, pero quizás no haya más remedio que intentarlo, para sanear, junto con otros aspectos, la vida política. Tal vez todo sea una cuestión de límites: la deliberación política no puede decidir cualquier cosa, debe tener límites básicos establecidos por el respeto a los derechos humanos fundamentales establecidos en la Declaración Universal, pero a su vez la deliberación política no debe ser recortada progresivamente por una tendencia a la inflación de los derechos o, peor aún, por su consecuencia frecuente a la judicialización de la vida común. Entre otras razones, porque luego la azarosa vida se encargará de hacernos tragar nuestras hermosas palabras, haciéndonos quedar como simples mentirosos o lo que es peor, como sofisticados hipócritas.


(*) Enrique Gomáriz Moraga es periodista.


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