Convertir la sospecha en delatora social
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Convertir la sospecha en delatora social

miércoles 09 de diciembre de 2020, 00:12h

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(Cuento de Navidad con el miedo convertido en agente político)

Mira desde la ventana el vacío de las calles, el desierto de ese asfalto sobre el que la lluvia golpea con la misma machacona insistencia que las manecillas del reloj que sirve para despedir el año desde la fachada del gobierno regional.

En ese edificio se resolvían las sospechas cuando los representantes de la ley y el orden entraban en las casas con solo llamar a la puerta; cuando las noticias que se escribían, las películas que se rodaban, las obras de teatro que se iban a representar tenían que pasar previamente bajo los ojos del gran inquisidor.

En los sótanos de ese edificio que centralizó la seguridad del estado se golpeaba a los detenidos en busca de la verdad previamente considerada. Bastaba con la sospecha para que aterrizaras en uno de los despachos interiores, con las esposas en las muñecas y el rostro desencajado por las primeras bofetadas y el miedo que subía desde el estómago ante las palabras que marcaban tu futuro.

La sospecha como fuente de todos los miedos, la sospecha como norma de conducta, la sospecha como eje de la convivencia. Con la sospecha se había gobernado a millones de personas.

El ya tenía su propia sospecha pegada en la chaqueta de lana gris y amplios bolsillos, la había acariciado y aborrecido mientras se vestía en la soledad de su habitación, el bizcocho del desayuno esperando sobre la mesita que le servía para escribir del nuevo mundo que avanzaba tan rápido que le costaba mirarlo sin sentir el mismo vértigo que sintió al subirse en el caza de combate de su amigo del colegio, convertido uno en periodista y otro en coronel de combate.

No tenía una estrella amarilla en el pecho como los judios de Varsovia, ni le habían cortado el pelo al cero como hicieron con los derrotados tras nuestra propia guerra. Su sospecha estaba impresa en un papel indestructibles, con una tinta imposible de borrar; inalcanzable para todos los que como él sabían de esa nube sin agua en su interior, de esa nube cargada de letras y números con los que se gobernaba el mundo; la habitación infinita con los secretos de todos.

Allí vivían las sospechas y desde allí podían viajar y llegar a cualquiera de las vidas de cualquiera y destruirla. Sin permiso, tan en silencio como llegaban los miembros de la Brigada Político Social a las casas de los sospechosos de no aceptar el régimen que les había dado un futuro en paz y al que debían prestar la obediencia debida, en cuerpo y espíritu, alejando las dudas que pudieran nacer en su cerebro.

Antes, en su juventud, estaban los curas que te escuchaban en confesión y te absolvían de los malos actos y hasta de los pensamientos impuros; ahora estaban los funcionarios eficientes que paseaban por la nube como dueños y señores de un granizo capaz de atravesar techos y paredes; y estaban los vecinos, los desconocidos con los que te encontrabas mientras pasabas ligero a comprar el pan.

La sospecha unía a todos los habitantes, a los que ya habían abandonado las calles y las plazas, a los que cerraban con doble llave sus domicilios; incluso a los que se habían refugiado en los pueblos más pequeños, huyendo de ese invisible enemigo del que se informaba con tanto detalle de su peligrosa existencia. De la misma forma lenta, pesada, insufrible, rítmica que lo hacen las extractoras de petróleo. No eran los secos campos de Texas los que recibían el martilleo, era su cerebro.

— ¿ Te has tomado tus pastillas con el café? , le pregunta desde la puerta la misma voz que le acompaña desde toda la vida.
— Si
— No has probado el bizcocho
— No
— Acuérdate de rellenar los formularios que tienes en el ordenador, la última vez te olvidaste y vinieron a preguntarnos sí es que éramos negacionistas y no pensábamos en el bien común.
—Lo se
— se que lo sabes pero quien se enfrenta a las miradas de los vecinos soy yo... y te puedo asegurar que es muy desagradable.
— Ahora lo relleno, no te preocupes.
— ¿ Sabes quien llamó anoche para preguntarme por ti...
— ....
—... Carmen, que si ya estabas muerto. Le colgué. He estado llorando toda la noche.

La puerta se cierra. Se da la vuelta y sigue oyendo las manecillas del reloj. Se sienta y abre el ordenador. Rellena con el mismo cansancio cada una de las casillas: sin síntomas, respiró bien, saturación 98, ritmo cardiaco sinusal, PCR negativa...

Abre el armario, coge un pantalón gris, la chaqueta azul que compró aquella tarde de invierno en Florencia mientras se dirigía a cenar bajo la alarga sombra del Ponte Vecchio; una camisa blanca y la corbata de tonos violetas y verdes que le había regalado su nieta. Deja que asome media sonrisa a sus labios mientras se pone los calcetines de cuadros escoceses y los zapatos de suela gruesa que tiene para los días de lluvia.

Con la gabardina en la mano sale despacio, procurando que no suenen sus pasos sobre la alfombra. Baja las viejas escaleras de madera y respira lo más fuerte y despacio que puede, saboreando el aire mientras ve acercarse a dos agentes de la policía municipal que aceleran el paso al verle.
La mascarilla que lleva en el bolsillo izquierdo se queda allí.

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