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Un cambio en el modelo de crecimiento

Un cambio en el modelo de crecimiento

Por José Manuel Pazos

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Un cambio en el modelo de crecimiento es la expresión más utilizada cuando se pregunta por lo que necesita la economía española. Una expresión dirigida a generar esperanza, pero que también genera un tremendo estrés social.

En una sociedad que había hecho del lujo y de la apariencia ilimitada de recursos, su sustrato, los individuos y las organizaciones tienen que preocuparse por su lugar en el nuevo mundo, y de pronto, la sensación de seguridad, en su acepción de certeza, de confianza en el futuro, se desploma.

Cuando las encuestas más recientes nos enfrentan a datos como que el 85 % de los españoles creen que la pobreza ha aumentado (frente a un 38 % como media de la UE) o que la mitad manifiesta vivir peor que hace diez años (un 28 % en 2007), nos damos de bruces con una de las caras de la versión social de una crisis, que comenzó por ser financiera, pasó a ser económica, y termina por ser social.

En versión española, todas al tiempo. Y algo, a mi modo de ver extraordinariamente importante, en un momento en el que los ciudadanos ya han empezado a tomar conciencia de que en su futuro, ellos han de ser primer protagonista. Esta circunstancia, amplía considerablemente el ámbito de las reformas, obligando y comprometiendo de forma irreversible a sus representantes políticos en cambios profundos.

Y es llamativo, porque no hace tanto tiempo, la crisis española era definida como una consecuencia de otra crisis, la llamada crisis financiera internacional. En la versión oficial, las implicaciones para España eran limitadas, dada la solidez de nuestro sistema financiero. Era un argumento de peso sobre el que apenas se aceptaba discusión.

Sobre esa supuesta solidez, la recuperación era una sencilla cuestión de tiempo. Aguantar, estimulando temporalmente la demanda agregada, utilizando para ello los excedentes generados por el sector público en la época de expansión, y esperar a que la recuperación internacional nos devolviese el crecimiento. Esa era la receta más fácil de elaborar y la de mejor venta.

Pero incluso aquellos discursos que tenían en su inicio un tinte más demagógico, han cambiado. Ahora se discute sobre el alcance de las reformas, su profundidad, y sobre su orden de prioridad, pero no sobre su necesidad.

Se acepta que es preciso contar con un buen diagnóstico, y a través de identificar el tipo de carencias y excesos que nos han conducido hasta aquí, reforzar aquellas áreas en las que el existente modelo español es generador de crecimiento y empleo, y transformar aquellas que no han funcionado o lo hacen de forma ineficiente y que en gran medida están en el origen de nuestro fuerte desequilibrio exterior y que los economistas visualizamos a través del déficit por cuenta corriente, y su tamaño relativo al PIB.

Es este desequilibrio, que alcanzó niveles extraordinarios en comparación incluso con las economías avanzadas con mayores desequilibrios, el reloj que ahora marca las horas del tiempo del que disponemos. Y cada vez que escuchamos hablar sobre nuestra prima de riesgo, lo que de verdad estamos escuchando, es, de forma más pronunciada, el “tic-tac” del consumo del tiempo.

Pero cuando no podemos buscar soluciones monetarias rápidas como antaño, a través de devaluaciones o recortes de tipos de interés, ni podemos tampoco recurrir a amplias soluciones de naturaleza fiscal, ¿cómo podemos recuperarnos de nuestro enorme nivel de deuda? ¿Cómo afrontamos el miedo al futuro que genera un país donde el 20 % de su población activa no tiene empleo? ¿Qué hacer? ¿Cuál ha de ser la política económica que nos devuelva al crecimiento limitando la generación de nuevos desequilibrios?


Necesidad de un modelo

En su comienzo, el debate se inició con la demanda de reformas. Pero pronto se evidenció que no estábamos ante una situación que se solventase con ajustes y modestas reformas. Habíamos dejado pasar demasiado tiempo.

Es entonces cuando surge la necesidad de hablar de un nuevo modelo para nuestra economía. Un modelo que en su fase inicial era más una negación, una crítica y una renuncia, de las raíces en las que hasta entonces había descansado el llamado milagro económico español. Pocas propuestas concretas se presentaban a la sociedad. En gran parte, porque se temía la respuesta social. Y si alguien tiene duda del miedo que despertaban los electores, solo tiene que repasar los compromisos que se les presentaban en la campaña electoral de 2008. Pasará a la historia como una de las más falsas de nuestra joven democracia.

Pero si al comenzar 2008 ni siquiera habíamos aceptado ante la sociedad la gravedad de lo que teníamos encima, la necesidad de afrontar la crisis se hace imperiosa conforme se van manifestando, en la dura versión española, las graves consecuencias de la crisis que afecta a los países desarrollados.

De bruces, la sociedad española se encuentra frente a un retrato de la realidad que muda, -sin apenas tiempo a darnos cuenta de su dimensión-, de una época de abundancia a otra de escasez.


Las primeras medidas

Las primeras medidas son de pretensión reparadora, paliativas. Solo cuando forzados por el enorme peso de nuestro desequilibrio exterior empezamos a preocuparnos, no solo de cómo nos vemos, sino a sentir las consecuencias de cómo nos ven, incorporamos las reformas a nuestro libro de tareas, y tratamos de desarrollar un marco que les sirva de cauce. Pero, ¿cuáles son las reformas, y cuál es ese nuevo modelo al que hemos de orientarlas?

Apremiados por el déficit exterior, al que se ha llamado “los mercados”, parece que aspirásemos urgentemente a encontrar un modelo de éxito que sirviese para superar las actuales penurias y pensásemos que una economía puede reinventarse, y puede hacerlo en un plazo lo suficientemente breve como para dar respuestas y resultados visibles a corto plazo.

Obviamente no existe tal modelo de éxito. Durante un tiempo celebran los más complacientes la moderación en los ritmos de caída, pero muy poco se adivina respecto al esfuerzo que la sociedad tendrá todavía que afrontar y cuanto de profundo habrá de ser el cambio.

Pero la exigencia es enorme. Se supone que la riqueza de un país viene dada por sus recursos, pero aparenta que los de la economía española ni son demasiado visibles, ni hay demasiados que estén disponibles. España goza de los beneficios de pertenecer a un área de moneda única, pero también está sometida por esa pertenencia. Habrá que identificar cuáles son nuestros problemas estructurales clave y proponer como solucionarlos en el marco de la unión monetaria. Al menos este último aspecto, es de lo poco que parece rotundamente claro: no hay espacio para soluciones fuera de la Unión Monetaria. Afortunadamente aquí no radica el debate.


Dónde prestar atención

Comencemos por la herencia. España, como otras economías avanzadas a las que se sumó con entusiasmo, habrá de pagar sus deudas. Deudas contraídas por la aplicación de un modelo creado a través de un fácil acceso al crédito, y que ahora por fuerza exige del ahorro, tanto del sector público, como de las familias.

Pero, ¿a quién corresponde la responsabilidad fundamental del ahorro? Sector público y sector privado comparten la responsabilidad en similar medida. ¿Es esta deuda consecuencia de ineficiencias y excesos? La respuesta es obvia. Eso implica que hay dónde corregir. Y aunque lo cierto es que la deuda privada supera con creces a la pública, mientras el ajuste en el sector privado se produce sin necesidad de intervenir sobre el modelo, el sector público exige de una profunda revisión de la naturaleza de su gasto.

No todos coincidirán en que es principal y que es accesorio, pero una vez agotado el recurso al crédito, fuente que para el sector público en su versión más cercana al ciudadano -ayuntamientos y comunidades autónomas- apenas acaba de secarse, las políticas orientadas a la protección y cohesión social tendrán obligatoriamente que ocupar el lugar principal.

De modo que el nuevo modelo, por el lado del ahorro, ha de detenerse en paliar las consecuencias del ajuste en el sector privado y propiciar el ahorro eficiente del sector público.

Enunciado el principio general por el lado del gasto, nos queda el de los ingresos.

Limitada la capacidad de las políticas de estímulo de la demanda, la atención ha de volverse hacia las políticas de oferta. Es asombroso lo que la sociedad española ha dejado de hacer en este terreno. Seguro que el abandono del sector público de este tipo de políticas, tienen mucho que ver con la forma en que está organizado el Estado, y si no hubiese otras razones, que parece evidente que las hay, son más que sobradas las que se exigen en el ámbito económico para llevar a cabo políticas de mejora por el lado de la oferta.

Su objetivo, en primer lugar potenciar todo aquello que ha sido capaz de sobrevivir a esa extraordinaria desatención y además lo ha hecho con éxito. En segundo lugar propiciar que aquello que nuestro capital físico ha necesitado encontrar fuera de nuestras fronteras se encuentre dentro. Si conseguimos lo anterior, recuperaremos el círculo virtuoso, y atraeremos de nuevo la inversión exterior que prácticamente ha desaparecido.

En última instancia, el conjunto de actuaciones habrá de ir destinado a ampliar lo máximo posible nuestro crecimiento potencial. Propiciando un entorno así, daremos oportunidad a que el sector privado cumpla con su papel de generador de riqueza, y daremos empleo a la enorme cantidad de recursos que en forma de infraestructuras, de conocimiento, de capacidad productiva, y sobre todo de capital humano, está ahora perdiéndose.

Como el tiempo que empleemos hasta que seamos capaces de poner en marcha ese círculo virtuoso supone también seguir perdiendo recursos de capital en todas sus variantes, hay que atacar en múltiples frentes.


Apoyo al sector exterior

El que puede reportar beneficios más inmediatos es el apoyo a nuestro sector exterior. La industria española cuenta con una lista no pequeña de casos de éxito en el nuevo mercado de competencia global. Algunas son líderes mundiales, y lo son por la aplicación de innovación en sus procesos industriales, o de gestión de recursos, que les ha permitido una expansión internacional que apenas habríamos intuido hace veinte años: en el mundo de la construcción de infraestructuras, del turismo, de las energías renovables, del transporte, de la tecnología, de la ingeniería, de la distribución, o de la moda. También de las finanzas. Que nuestro sistema financiero exija una profunda reestructuración con un objetivo claro de redimensionarse no ha de servir de excusa para reconocer que el modelo de banca minorista de nuestras entidades financieras más importantes es un modelo a exportar a economías con un nivel de bancarización muy inferior al nuestro.

A los más grandes, que han sido capaces de encontrar su propio modelo de éxito, basta con no complicarles la existencia con regulaciones miopes, o con inseguridad jurídica, o con rigideces de mercado que les lleven a buscar entornos más favorables en los que asentarse, limitando a los beneficios de capital los retornos que recibe la sociedad española.

Donde hay que centrarse es en apoyar a aquellos sectores más dinámicos de las empresas industriales que ya están empezando a colocar sus productos en el mercado global, y apoyar el que sus horizontes se extiendan más allá de la Unión Europea, que continua siendo el lugar fundamental de destino de nuestros productos.

Cómo ha de ser ese apoyo, si a través de ayudas directas o mediante incentivos fiscales, es algo que dependerá de los recursos disponibles y de las prioridades que en cada caso establezca el partido político a quien corresponda la responsabilidad de gobernar.

A la par, está el enorme trabajo que queda por hacer para cambiar todo lo que no funciona o lo hace de modo deficiente en nuestro propio mercado. Es otra forma de referirse a las necesarias mejoras en productividad y competitividad, términos que por excesivamente utilizados como excusa para cualquier medida de ajuste, pasan a ser sinónimo de sacrificio en el inconsciente colectivo. Una sociedad como la española, que ya lleva tres años sometida a una crisis en la que ya ha dejado de preguntarse sobre cuánto de lejos estamos de la salida, no puede asociar productividad y competitividad con recortes salariales, con renuncia a los mecanismos de cohesión social, o con hacer más a cambio de menos.

Si, como machaconamente repiten muchos informes que analizan la competitividad de la economía española, estamos muy lejos en esto de la posición que por tamaño y nivel de desarrollo nos corresponde en el mundo, nadie puede ampararse en excusas de tipo cuasi tribal para justificar la permanencia de esas ineficiencias que tan extraordinariamente limitan nuestra capacidad de competir y sobrevivir en el nuevo entorno.

Una sociedad de economía avanzada, que está sufriendo un ajuste de la dimensión que está sufriendo la sociedad española, no puede ocupar los puestos que ocupa en las clasificaciones mundiales de eficiencia de sus mercados (62 sobre 139), de innovación (46), de educación superior y formación (31). En relación al mercado de trabajo solo estamos por debajo del puesto 100 en los costes de despido (89), y tocamos la gloria con los dedos ocupando el puesto 137 de 139 países en cuanto a las prácticas de contratación y despido.

Si nos referimos a la clasificación que hace el Banco Mundial sobre el clima regulatorio que analiza la facilidad para desarrollar una actividad empresarial en 183 países, mientras que para el cierre de una empresa ocupamos el puesto 19, para abrirla nuestro puesto es el 147.

Como una vez me dijo un buen amigo del otro lado del mundo, “ustedes han tenido que poner mucho ahínco para lograr llegar a tener un desempleo del 20 %. No es nada fácil”. Y ciertamente, a la vista de nuestras posiciones en la clasificación, estar tan abajo en tantas cosas no debe de ser tarea fácil. ¿Queremos saber cuál es nuestro modelo? Bien simple, conjurarnos para salir de ahí.


A modo de conclusión

Nuestra situación actual, la española, es en gran parte responsabilidad del sistema de democracia avanzada inserta en un régimen capitalista en el que hemos decidido vivir.

Siendo como es el menos malo de los sistemas -algo que supongo también habrá dicho Churchill-, ha basado su modelo de los últimos 20 años en una burbuja crediticia, en gran medida sustitutiva del esfuerzo que ahora se exige y que redujo en muchos países el interés y la necesidad de buscar mayores eficiencias. Bastaba una política de estímulo de la demanda, bien por vía monetaria, bien por vía fiscal, o bien simultánea para hacer frente a las dificultades de las fases bajistas del ciclo económico. Llevado al límite, mientras sociedades como la alemana se aplicaron producto de la circunstancia histórica que le correspondió vivir, otras sociedades se desentendieron completamente de su propio futuro, y animados por sus líderes creyeron alcanzar un estatus irreversible de abundancia.

En España, durante demasiado tiempo no quisimos atender a las señales evidentes que ya en 2006 nos avisaban de que se acercaba el final. Nos sentíamos tan bien, ¿qué quién iba a ser el valiente en reconocer, que como en el cuento, el emperador se estaba quedando desnudo?

Cuando la tormenta perfecta se desata, y aquello que era altamente improbable ocurre y lo hace de modo repetido y coincidente, como quedará de ejemplo para la historia lo acontecido en el caso de la central nuclear japonesa de Fukushima, la sociedad no comprende cómo de pronto, aquellos pilares que se consideraba seguros se vienen abajo y se sume en el asombro y en el desconcierto. Reacciona protegiéndose y su reacción acentúa el impacto.

Del mismo modo que Fukushima sirve para cuestionar la energía nuclear - para la que no tengo noticias de sustituto- la crisis sirve para cuestionar el modelo; un modelo que, sin embargo, es el responsable del mayor progreso registrado en poco menos de un siglo por la humanidad, desde que hace 120 siglos salimos de la caverna. Con la excusa de la crisis, los menos perjudicados -con voz- quieren que otros paguen los excesos de la fiesta y se resisten a abandonar sus posiciones, y los más perjudicados aguantan como pueden bajo el paraguas de la mejor protección social de nuestra historia, paraguas que bajo el peso inclemente de la tormenta perfecta ahora empieza ahora a resquebrajarse, como pone de manifiesto la aparición del movimiento “quincemayista”.

Pero, ¡se acabó! No hay posibilidad de mirar hacia otra parte, ni tiempo que perder. Para aquellos que crean en el modelo de democracia capitalista avanzada, es el momento de centrarse en encontrar un lugar en el nuevo orden mundial que inició la globalización y que ha visualizado la crisis. En otro caso, la pérdida será mayor que la cesión de unos pocos puestos en la clasificación de la economía mundial. Donde centrarse y cómo hacerlo está a la vista, y creo haberlo expuesto. Claro que para los que aspiran a derribar el sistema, la oportunidad es también es única.

Es esto lo que hace tan increíblemente interesante este tiempo que juntos nos ha tocado vivir.


(*) José Manuel Pazos Royo es director general de Omega IGF.

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