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Una Justicia más eficaz es posible

Una Justicia más eficaz es posible

Por Juan Luis Rascón

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A través de estas líneas pretendo una reflexión de aproximación sobre el Estado de la Justicia en España y sus posibles recetas para que ese servicio público esencial responda adecuadamente a las expectativas razonables que la ciudadanía espera de ella desde hace tiempo. La Justicia en España padece una enfermedad crónica pero la enferma tiene cura, eso sí, no con cuidados parciales y paliativos hasta ahora ensayados y sí con un tratamiento integral, sistemático y suficientemente meditado para el corto, medio y largo plazo.

La Justicia española está tan mal vista por sus destinatarios naturales, los ciudadanos, como por los profesionales que la sirven. A los primeros la institución les inspira respeto y confianza aunque valoran negativamente su funcionamiento cada vez más. Los segundos –jueces, fiscales, abogados, funcionarios, etc- consideran que desarrollan su trabajo cada vez en peores condiciones laborales. Es evidente que esa foto fija refleja la cruda realidad: una Justicia que no va con su tiempo y que es incapaz día a día de dar respuesta ágil y eficaz a las demandas ciudadanas en defensa de los derechos y libertades.

Paradójicamente, el esfuerzo inversor en materia de Justicia en nuestro país durante estos más de 30 años de democracia ha ido creciendo significativamente, tanto por parte del Ministerio de Justicia como por las Comunidades Autónomas con competencias en la materia. Así, se han acometido importantes reformas legales, se han creado nuevas infraestructuras y reformado buena parte de las existentes, se ha ampliado ostensiblemente la planta judicial, han aumentado las plantillas de jueces (un 25% más en los últimos 5 años), fiscales y funcionarios al servicio de la Administración de Justicia, se han dotado de más y mejores medios tecnológicos a las oficinas judiciales, etc. Aunque no contamos con los datos globales de ese esfuerzo inversor de la democracia –y sería deseable que algún órgano constitucional se preocupara de recopilar esa interesante estadística-, estamos en condiciones de afirmar que uno de los presupuestos sociales que proporcionalmente más ha crecido ha sido el dedicado a la Justicia.

La conclusión que se alcanza de todo lo anterior es que ese esfuerzo colectivo de mejora de un servicio público básico para la convivencia democrática ha sido hasta ahora baldío porque el mismo no se ha visto acompañado con los resultados que razonablemente cabría esperar. A mi juicio, el problema es que por diversos motivos no hemos sido capaces de afrontar una reforma estructural de nuestra Administración de Justicia a partir de un estudio riguroso previo de naturaleza tanto jurídica, como económica y sociológica que permita alumbrar las soluciones de futuro adecuadas a medio y largo plazo.

 

Hacia una Justicia más eficaz

No nos engañemos, una Justicia más eficaz se consigue con órganos de gobierno de su tiempo, con una organización judicial moderna, con una nueva planta judicial, con la oficina judicial adecuada, con la nueva Lecrim, con mediación, arbitraje y conciliación de verdad, con carreras profesionales verdaderamente profesionales y con un Registro Civil reinventado.

1. Unos órganos de gobierno del Poder Judicial de su tiempo

El Poder Judicial español es heterogobierno relativo. Relativo porque gestiona sólo lo atinente al estatuto de los jueces y deja a otros órganos constitucionales la gestión de los medios al servicio de la Justicia, y heterogobierno porque, junto al órgano de gobierno por antonomasia que diseña la Constitución que es el CGPJ, aparecen otros órganos perfilados por la ley para hacer gestión de gobierno de la Justicia, como son los Consejos autonómicos de la Justicia, las Salas de gobierno de tribunales, las Juntas de jueces, etc. Es evidente que tanto centro de decisión gubernativa puede generar distorsión, confusión y solapamiento a la hora de decidir si no se perfilan bien las competencias de unos u otros órganos.

 

El Consejo General del Poder Judicial

El artículo 122.2 CE lo reconoce como el órgano de gobierno del Poder Judicial que, debemos recordar, es único en todo el país. Es un órgano constitucional perfilado fuera del esquema tradicional de poderes -Legislativo, Ejecutivo y Judicial- y al que la Constitución lo dota de entidad política propia para garantizar la independencia judicial, bastión del Estado de Derecho, y procurar una organización judicial adecuada a las necesidades del país.

Resulta conocido que, sobre la base de lo que dispone el art. 122.3 CE, este órgano se ha compuesto de manera distinta por la LOPJ de 1980, la LOPJ de 1985 y la LOPJ de 2001. La primera distinguía entre vocales de origen judicial -12 jueces de las distintas categorías elegidos por los jueces con arreglo a un sistema electoral mayoritario de voto limitado y de listas abiertas en una circunscripción electoral única- y los 8 restantes que elegía por mitad el Congreso y el Senado por mayoría de 3/5. La segunda contemplaba una elección puramente parlamentaria de los componentes del CGPJ, de manera que tanto los12 de origen judicial como los 8 restantes serían votados por 3/5 del Congreso y del Senado. La tercera opción legal, la de 2001, prevé igualmente que todos los componentes del CGPJ sean elegidos por las Cortes, si bien la selección de los 12 de origen judicial se haga tras una preselección de 36 candidatos efectuada por los propios jueces. De todos esos modelos, entiendo que el primero no sólo es el más respetuoso con el espíritu constitucional -así lo recuerda la STC num. 108/86, de 29 de julio-, sino el que mejor contribuye a reflejar la pluralidad interna del Poder Judicial a la hora de legitimar democráticamente un órgano que está dedicado en exclusiva a ese poder de Estado, y, de paso, a apartarlo de veleidades políticas -procedan de dentro o de fuera del órgano- que le impidan funcionar con una imprescindible autonomía como para ser eficiente, veleidades muchas veces magnificadas hasta la extenuación por los medios de comunicación. En cualquier caso, las opciones segunda y tercera exigirían un riguroso procedimiento parlamentario de selección de los candidatos preseleccionados por los jueces que hasta ahora no está instalado en nuestra cultura política -es el hearing sajón-, y claramente se ha demostrado en el estreno del sistema en 2008 en que tal proceso ha sido puro paripé estético exento del debido control de aptitud y actitud de los nominados.

De otra parte, hay que decir que tampoco la organización interna del CGPJ ha ayudado a que funcione bien. En su día a día es una maquinaria demasiado pesada para reaccionar a las cambiantes realidades de un Poder muy vivo. Para una mejor organización interna, creo que lo primero que debiera de permitir la LOPJ es que fueran los propios titulares del CGPJ los que, con unos límites muy básicos, diseñaran mandato a mandato la estructura del órgano en función de los objetivos que se hubieran marcado, de las estrategias de actuación escogidas y de los medios disponibles. En cualquier caso, lo que sí resulta absolutamente imprescindible es que exista un verdadero órgano de gobierno ejecutivo del día a día con efectivo poder de decisión, un órgano compuesto por un reducido número de vocales dedicados en exclusiva a esa función. Eso permitiría al pleno dedicarse a fijar las líneas maestras del gobierno de los jueces. En ese órgano ejecutivo, que bien podría ser la actual Comisión permanente, irían entrando rotatoriamente los vocales -por ejemplo, cada 6 meses- y estaría presidido siempre por el presidente del CGPJ, todos ellos durante ese tiempo con dedicación exclusiva. En cambio, los restantes miembros del órgano constitucional podrían compatibilizar su pertenencia al pleno con el trabajo de origen, lo que ciertamente comportaría que su remuneración fuera distinta a la de quienes temporalmente cuentan con dedicación exclusiva.

 

El Consejo autonómico de la Justicia

Se trata de una institución novedosa contemplada en algunos Estatutos de autonomía de segunda generación como órgano de gobierno del Poder Judicial por delegación del CGPJ o para desarrollo de tareas complementarias a las que éste desenvuelve.

No la contempla la Constitución, lo que en modo alguno significa que no sea constitucional, tal y como se ha encargado de aclarar el Tribunal Constitucional en las sentencias 31 y 137/2010, dedicadas a enjuiciar la constitucionalidad del estatuto de Autonomía de Cataluña tras su reforma por la ley orgánica 6/2006, de 19 de julio.

A partir de ahí, lo que debe de procurar la LOPJ si pretende hacerlo realmente útil para la Justicia es, primero, concebirlo lo más plural que sea posible para que puedan sentarse representantes de los distintos colectivos que trabajan en la Justicia –jueces, fiscales, abogados, procuradores, funcionarios, médicos, psicólogos, asociaciones de usuarios, etc-, y, segundo, diseñarlo de manera que sea lo más eficaz posible en la labor de gobierno judicial, compaginando la capacidad de decisión ágil del día a día con el debate en plenario de los asuntos más trascendentes.

Otros órganos de gobierno judicial

Completando el organigrama del gobierno judicial, debería de concebirse un Consejo de la Justicia dedicado a órganos de implantación territorial general –Tribunal Supremo y Audiencia Nacional- que sirvieran para sustituir a las Salas de Gobierno correspondientes.

Por otro lado, es preciso un diseño mucho más flexible de las Juntas de jueces, contempladas como la reunión de los mismos según los temas a tratar y con la sola mira de alimentar de iniciativas la labor de los diversos Consejos judiciales, unas reuniones que serían siempre presididas por el máximo representante provincial de la judicatura, esto es, el presidente de la Audiencia.

 

2. Una organización judicial moderna

El cometido constitucional básico del Poder Judicial es el de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado –art. 117.1 CE- y de amparar los derechos de los ciudadanos a través de la cláusula general de tutela judicial efectiva de derechos e intereses legítimos que consagra como derechos fundamental el artículo 24.1 CE.

A partir de ahí, el legislador es el que organiza funcional e institucionalmente el Poder Judicial para cumplir esos dos grandes objetivos. Bien, eso exige una reflexión serena y racional sobre el alcance de esos dos macro-objetivos y de los recursos y medios con qué dotar a aquél para hacerlos efectivos. Algo que no siempre se ha hecho en nuestro país, en el que hemos ido improvisando los juzgados y tribunales al margen de cualquier lógica programación y tratando de contentar las necesidades perentorias más acuciantes. Y si se pretende una reforma estructural rigurosa de la Justicia, ese estudio elemental de funciones resulta absolutamente necesario.

Creo que una moderna reordenación organizativa de nuestra Justicia exigiría, en primer lugar, la desjudicialización de muchos de los asuntos sociales que hoy se ventilan en los tribunales de Justicia. Es éste un mal muy conocido de una sociedad en la que la ciudadanía no se plantea resolver sus conflictos en otras instituciones distintas de los tribunales, bien por desconocimiento de otras posibilidades o bien por una falta de cultura de resolución extrajudicial de conflictos. Así:

1º. Habría que utilizar al Derecho Penal para proteger el mínimo del mínimo ético social, sacando del actual Código Penal un buen número de tipos penales –la gran mayoría de las faltas- que podrían encontrar otro tipo de sanción;

2º. Los pleitos de naturaleza civil y mercantil sin contienda –separaciones de mutuo acuerdo, liquidación y administración de bienes, nombramiento de tutores, asuntos de la mal denominada jurisdicción voluntaria, etc-, o los incumplimientos contractuales bagatela, deberían de resolverse en otros foros distintos de los judiciales;

3º. Buena parte de las infracciones de carácter administrativo tendrían que ser conocidas, a lo sumo, por un juez “de mazo”;

4º. Buena parte de la defensa y protección de los derechos deberían llevarse a cabo por instituciones independientes concebidas para ello -así, por ejemplo, Agencia de Protección de Datos, Banco de España, CNMV, Institutos de Consumo, etc-, quedando la vía judicial como excepcional y subsidiaria.

5º. Sería necesario regular de una manera mucho más expansiva la figura jurídica de la mediación, la que debería de llegar también al campo penal.

6º. Es preciso concebir la conciliación previa a la judicialización del conflicto como un mecanismo efectivo para la evitación del pleito, lo que sin duda exige una configuración completamente novedosa de aquella con la que actualmente contamos;

7º. Hemos de hacer nacer en nuestro panorama jurídico un nuevo arbitraje que contribuya a solucionar conflictos de hecho o de derecho al margen de los tribunales de Justicia.

8º. Es absolutamente necesario que se desjudicialice lo antes posible todo lo atinente al Registro Civil de las personas. Por su importancia, le dedicaremos capítulo aparte más abajo.

 

 

          • 9º. Los recursos con que cuenta la denominada justicia preventiva –notarios, registradores, etc- deberían hacerse realmente efectivos para evitar pleitos judiciales perfectamente evitables.

 

En segundo lugar, se hace preciso reducir la institución de la casación a la unificación de doctrina, con lo que se garantizaría la igualdad hermenéutica para todos los españoles por la interpretación única que haga el Tribunal Supremo de las leyes de Estado. No olvidemos que hoy en materia penal y civil común hay tantas jurisprudencias como Audiencias porque una buena parte de las leyes escapan a esa interpretación unificadora. Sin duda esta medida permitiría al Tribunal Supremo ser lo que le exige el art. 123.1 CE, el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo en materia de garantías constitucionales, papel constitucional que hoy por hoy no puede cumplir.

Igualmente, habría que reducir a su mínima expresión la doble instancia judicial salvo en materia penal en que resulta obligada por convenios internacionales firmados por España y, en los casos en que se mantenga, que conlleve que un mismo pleito sea visto de igual manera en primera y segunda instancia –hoy ocurre que se conoce en primera instancia por un juez y en segunda por tres jueces-.

Por último, en esta materia concreta, se precisa la creación de un potente servicio integral de atención/información/orientación ciudadana que sirva para que de manera individualizada la persona con un problema –muchas veces poliédrico- sepa cómo encararlo. Un servicio público que contribuiría a dar la solución individualizada adecuada desde el trabajo explicativo en red de juristas –abogados, notarios, registradores-, médicos, psicólogos, asistentes sociales, etc-, evitando así el uso directo de la vía judicial, la que en muchas ocasiones no está en condiciones, por su propia naturaleza, a ofrecer esa solución efectiva al problema que se busca.

 

3. La nueva planta judicial

Después de esa reordenación funcional, lo que toca es dotar a la Administración de Justicia de los recursos orgánicos necesarios para pueda hacer realidad aquellos objetivos que le marcamos al principio. Esto es tanto como diseñar una nueva planta judicial -los juzgados y tribunales necesarios en cada momento y lugar de la geografía española- para un país desarrollado que vive el siglo XXI, algo que sólo es posible hacerlo desde el sentido común y previo un estudio elemental de necesidades a corto, medio y largo plazo mínimamente riguroso e interdisciplinar –sociológico, jurídico, económico, laboral, etc-. La realidad, sin embargo, es bien decepcionante: no hay un estudio mínimamente riguroso al respecto –el Libro Blanco de la Justicia de 1997 nada dice sobre ella- y el mapa judicial actual data en nuestro país del año 1988 en que se estableció por la actualmente vigente ley de Planta y Demarcación, un año en que la población española era de 39 millones de habitantes –frente a los actuales 47 millones- y se distribuía geográficamente de manera bien distinta a la actual –el asentamiento urbano es hoy mucho mayor que el rural y las condiciones para la movilidad han mejorado considerablemente-. Y ello sin olvidar que a la clase de juzgados de entonces se han incorporado otros nuevos tipos como los de Familia, los de lo contencioso-administrativo, los de lo mercantil, los de menores y los de violencia sobre la mujer.

Por ello, es necesario un nuevo mapa judicial a base de estudiar y definir la cartografía interna de cada una de las jurisdicciones existentes, si bien dejando ancho margen a la solución imaginativa de problemas funcionales y territoriales que puedan nacer en cualquier momento y lugar. A nadie se le escapa que hoy día la Justicia en España ofrece, junto a grandes carencias de planta, llamativos dispendios organizativos como los que se producen en buena parte de los Tribunales Superiores de Justicia en las CCAA, en los que la carga procesal es muy baja.

Y, a mi juicio, dos son las notas básicas que debieran de definir una planta judicial moderna, la flexibilidad y la especialización.

La primera característica va a permitir ajustar los recursos judiciales disponibles a las necesidades reales de la población pero no de una manera rígida como lo es en la actualidad, sino con margen de maniobra suficiente para el gestor judicial de cara a acudir a solucionar puntuales problemas de planta que puedan surgir y que no se solventan con meros equipos de apoyo. La planta judicial debiera de ser tan flexible como para permitir, por ejemplo, constituir y dotar un juzgado o tribunal durante el tiempo suficiente para prevenir o salvar un atasco de jurisdicción o de una plaza judicial concreta sin necesidad de acudir a las siempre procelosas reformas normativas, por tanto a golpe de decisión puramente gubernativa de las instituciones concernidas (CGPJ, Ministerio y/o Comunidad Autónoma).

La segunda nota con que debiera contar la planta judicial es la de la especialización funcional, la que permitiría que el servicio público de la Justicia fuera altamente cualificado al menos en los escalones medio y alto de todas las jurisdicciones.

Vayan por delante algunas propuestas concretas sobre planta

 

4. La Oficina judicial que necesitamos

 

Sabemos lo que le pide la Constitución a la función jurisdiccional y, para servirla, hemos rediseñado la planta judicial. En este esfuerzo teórico que hemos emprendido de imaginar una mejor -y posible- Administración de Justicia, resta finalmente adecuar a esos nuevos planteamientos la oficina judicial, esto es, la unidad de recursos humanos y materiales que atienden las tareas jurisdiccionales, en el bien entendido que se trata de una unidad técnica en la que se lleva a cabo exclusivamente gestión procesal de los asuntos de que conozca el Poder Judicial y en la que no cabe gestión económica o presupuestaria alguna, éstas reservadas a las Comunidades autónomas o al Ministerio de Justicia.

Contamos hoy día en nuestro país con una oficina judicial completamente obsoleta y que se conforma en base a criterios organizativos de otra época: hay tantas oficinas como órganos judiciales que funcionan como verdaderos compartimentos estancos, la tramitación en el seno de las mismas no es nada ágil, los sistemas informáticos empleados no prestan las soluciones adecuadas al trabajo que se desarrolla, la comunicación con las partes es sencillamente antediluviana, la atención ciudadana muy deficiente, el responsable de ellas, el secretario judicial, que es un cualificado técnico en Derecho procesal, está totalmente desaprovechado, mientras que el juez está dedicado en exceso a tareas no totalmente jurisdiccionales que entretienen su verdadero cometido constitucional de juzgar y ordenar la ejecución de lo juzgado, etc, etc, etc. Una organización irracional que acaba siendo la imagen final con la que se quedan los usuarios de la Administración de Justicia para inevitable descrédito de la misma.

Entiendo que el nuevo modelo de oficina judicial debería de conllevar:

1º. Trabajo en red informática de los órganos judiciales y conexión adecuada con todos aquellos registros y archivos que suministren información necesaria para el trabajo judicial. El panorama actual es francamente desalentador: pese a que 9 de cada 10 jueces trabajan con ordenador e Internet y a que casi todos los juzgados y tribunales están informatizados, las herramientas informáticas muchas veces están desfasadas, los juzgados y tribunales no tienen garantizado el acceso telemático a todos los registros y archivos que les son útiles, los profesionales y usuarios de la Justicia no tienen acceso adecuado al sistema informático judicial, la intercomunicación entre los distintos sistemas informáticos judiciales implantados por las Comunidades autónomas y el Ministerio, o no se da o se da de manera incompleta y complicada, sin olvidar que tampoco hay una auténtica conexión de esos sistemas con el sistema informático policial, el del Ministerio Fiscal y el de otros servicios públicos de interés (por ejemplo, instituciones penitenciarias, departamentos dedicados a asistencia social, atención de la mujer, de menores, etc). Es por todo ello que la Oficina judicial española ha de trabajar ya on line.

2º. La optimización de los recursos humanos con que se cuentan. En tal sentido:

a) El juez se ha de dedicar en exclusiva a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en el sentido más estricto del término.

b) El secretario judicial ha de coordinar y supervisar el trabajo en la oficina, llevar la relación con la administración económica gestora, ordenar el proceso, ejercer la fe pública en aquellas situaciones excepcionales en que no tenga más remedio que suplir a los medios técnicos, y dirigir la ejecución del fallo.

c) Los funcionarios han de estar altamente especializados y contar con la autonomía funcional suficiente para llevar a cabo su trabajo.

3º. Los trámites procesales deben de simplificarse y agilizarse al máximo: así, se ha de luchar seriamente contra la actual inflación de recursos que padecemos, las comunicaciones con las partes y demás colaboradores de la Administración de Justicia deberán de llevarse a cabo por medios técnicos actuales (sms, correo electrónico, etc), los plazos procesales se racionalizarán para adaptarse a la naturaleza del trámite, etc.

4º. La relación de la Oficina judicial con la ciudadanía debe de inspirarse en la idea moderna de servicio público. Si se pensara más desde dentro de la Administración de Justicia en sus destinatarios verdaderos, no nos encontraríamos con espectáculos tan poco edificantes de ciudadanos que acuden con mucho esfuerzo personal al llamamiento judicial aún sin ser necesario, de ciudadanos que tienen que esperar horas y horas hasta su intervención judicial, de ciudadanos que ignoran el contenido del trámite en el que tienen que participar, de ciudadanos que a veces son mal recibidos, etc.

5º La concepción organizativa de la nueva oficina judicial exige una permanente coordinación activa entre los distintos órganos judiciales, de manera que tienen que dejar de ser los reinos de taifas que ahora son para pasar a compartir al máximo todo tipo de servicios y tareas.

 

5. La LECRIM de la democracia

En las oficinas judiciales del país se aplican las leyes procesales que permiten a los ciudadanos la obtención de Justicia. En ellas se describen los caminos a seguir para que un conflicto pueda obtener la solución ajustada a la ley que de una autoridad independiente. Y no resulta raro pensar que esas normas pueden, o bien frustrar las expectativas de la organización judicial más moderna, con el añadido desencanto de operadores jurídicos, partes y terceros, o bien contribuir a que la respuesta judicial al problema sea la más pronta, ágil y segura.

A estas alturas de vida democrática, nuestro país no ha sido capaz de dotarse de una ley procesal penal de su tiempo. La actual data de 1882, fue todo un hito jurídico en su momento y en el siglo XX ha prestado un gran papel, pero se muestra ya como herramienta ineficaz para una Justicia penal del siglo XXI. De hecho, desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978, han sido múltiples y constantes tanto las reformas parciales de la misma como las sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional para tratar de adaptarla al espíritu de nuestra Norma Suprema.

Esa nueva norma tendría que diseñar un procedimiento criminal en el que se diera el necesario equilibrio entre los intereses de las partes y se garantizaran hasta sus últimas consecuencias los derechos constitucionales de las mismas. Me permito sugerirle algunas líneas maestras:

1ª. Un nuevo reparto de roles procesales entre los intervinientes en el proceso:

a) La instrucción penal debiera de dirigirla el Fiscal. Ha llegado la hora de que quien actúa ante la Justicia velando por el interés social de ley, contando con un estatuto profesional de autonomía respecto de cualquier poder del Estado (ex art. 124 de la Constitución), sea el que dirija la investigación preliminar al juicio penal. Tiene conocimientos sobrados para valorar jurídicamente la información fáctica que le suministren la Policía, otras Administraciones o los propios ciudadanos, y nadie mejor que él para acumular y/o emplear datos que permitan fijar postura en nombre de la sociedad de cara al juicio.

b) Debiera de existir en el proceso penal la figura del Juez de garantías. Los jueces penales han de dedicarse en exclusiva a garantizar los derechos constitucionales de las partes en las fases previas al juicio, a conformar un juicio justo, a garantizar la celebración del juicio según los parámetros constitucionales, a dictar la sentencia correspondiente y, finalmente, a asegurar que se ejecuta esa resolución. Sabemos por experiencia que la dirección de la investigación penal preliminar y la garantía de derechos en esa fase procesal muchas veces están reñidas y son totalmente incompatibles para ser desempeñadas por una misma persona.

c) La Policía Judicial ha de depender directamente del Fiscal. Esta dependencia funcional está admitida por la Constitución en su artículo 126 y llevaría a que, como ya ocurre en un buen número de países de nuestro entorno, investigación policial e investigación jurídica fueran una sola y estuviera por supuesto dirigida por quien es autoridad jurídica y dirige la instrucción penal, esto es, el Fiscal.

d) La ejecución de la pena será dirigida por el secretario judicial, restándole en esta fase al juez la capacidad de resolver los conflictos “de ejecución del fallo” que surgieran siempre que afectaran a derechos fundamentales.

 

2ª. El diseño del nuevo proceso penal debe de buscar eficacia jurídica, que es la suma de sencillez y agilidad procesal y garantía sustantiva de derechos. Debiera de buscar una instrucción preliminar breve y nada formalista que culminara en una audiencia judicial de las partes para la conformación del juicio o el alternativo archivo de la causa. De progresar la causa, la siguiente fase sería ya la de juicio oral, la que culminaría con la sentencia.

3ª. Los medios de investigación y prueba deben de ser modernos, útiles y jurídicamente seguros. Buscando ese objetivo, el uso de las nuevas tecnologías ha de ser una constante de uso.

4ª. Las impugnaciones de las decisiones en el proceso deben de limitarse a los supuestos en que pueda quedar irreversiblemente comprometida la defensa de los intereses de parte. En ese sentido, las impugnaciones sobre el trámite debieran de dejarse sólo para las decisiones procesales trascendentes y permitirse la subsanación de errores no fundamentales al tiempo de iniciarse el juicio. Actualmente padecemos en nuestro panorama procesal una inflación de recursos que complica sin utilidad alguna el progreso de las causas penales.

5ª. La configuración de un elenco de penas y medidas de seguridad, con sus consiguientes adelantos preventivos, realmente útil para la sociedad.

 

6. Carreras profesionales verdaderamente profesionales

Toda organización profesional moderna busca que quienes trabajan para ella sean los mejor preparados y estén satisfechos con sus condiciones laborales. En la Administración de Justicia española debiera de ocurrir lo propio. Lejos de ser así, nos encontramos con que no siempre los mejores candidatos ganan la condición de servidores públicos judiciales, con que en  las plantillas de los distintos cuerpos de Justicia cunde el desánimo por el gris panorama curricular y con que la formación profesional es un puro espejismo. También aquí hay mucho que hacer.

En relación con los jueces, hay que partir de la base de que necesitamos personas de carne y hueso con conciencia constitucional de poder jurisdiccional y con la aptitud y actitud suficientes para resolver los conflictos ciudadanos que se les planteen, esto es, que conozcan la ley y que sepan aplicarla a la realidad social en la que están.

Son distintas las vías que, de entrada, nos pueden llevar a seleccionar a “los mejores” jueces y todas han de ser exploradas:

Sin duda son caminos que nos pueden llevar al juez constitucional de mérito y capacidad siempre que el proceso se haga con rigor y profesionalidad, cosa que hoy está en entredicho: nuestros candidatos de la oposición libre dedican años y años de preparación nada más que a memorizar las leyes que ni siquiera saben cómo utilizar, los profesionales que concursan (3º y 4º turno) son, salvo honrosas excepciones, valorados por todo menos por su real curriculo profesional, la selección política de los juristas prestigiosos acaba siendo pura selección política.

Iniciada ya su carrera profesional, el progreso del juez en los distintos escalones organizativos deberá de basarse en los méritos y deméritos (profesionales) de todo tipo que en él concurran cuando pretenda ocupar una plaza o acceder a una categoría. Y ahí juega con preferencia la formación continuada, que ha de ser en parte obligatoria y en parte voluntaria. Y juegan también la información contrastada de aptitud y actitud que todos los operadores jurídicos y los propios ciudadanos están en condiciones de transmitir al sistema sobre cada juez.

Análogas carencias a las de los jueces que formamos hoy en nuestro país son las que padecen los fiscales, abogados, procuradores, secretarios, forenses y demás funcionarios judiciales, por lo que parecidas recetas son las que tendrían que aplicárseles para conseguir una formación especializada e intensa acorde al puesto laboral que desempeñen. Esa es la idea de verdadera carrera curricular que distingue a una Administración pública de calidad de otra que no lo es.

 

7. Otro Registro Civil es posible

El Registro Civil contiene datos básicos de interés jurídico de la persona –nacimiento, emancipación, matrimonio, paternidad, incapacidad, defunción- que son utilizados constantemente. Por eso que es fundamental que sea un servicio público eficaz.

Actualmente el Registro Civil de nuestro país admite todo tipo de calificaciones menos la de servicio público eficiente. De hecho, acumula nada más y nada menos que el 40% de las quejas ciudadanas sobre la Administración de Justicia, de la que depende. Se traduce hoy en colas interminables de ciudadanos para recibir respuesta, una organización interna y trámites de petición obsoletos, archivos anticuados y sin informatizar, un tiempo de respuesta inapropiado (el grueso de las peticiones no se contesta en menos de una semana y en algunos registros centrales la contestación tarda meses), etc.

Para superar ese lamentable estado de cosas creo que habría que rediseñar totalmente el servicio público. Hago algunas propuestas para esa reforma:

1ª.Como ya apuntábamos más arriba, lo primero que ha de conseguirse es la total desjudicialización del servicio. Actualmente, son jueces civiles los encargados de la función registral, unos jueces que dependen funcionalmente de una dirección general del Ministerio de Justicia (Dirección General de Registros y del Notariado) y que dictan resoluciones puramente administrativas. No es un cometido judicial propiamente constitucional y lo puede llevar a cabo un funcionario preparado al efecto. Esa desjudicialización del Registro Civil no quita, claro está, para que esas resoluciones administrativas sean susceptibles de un adecuado control judicial.

2ª. Abogo porque, tal y como ocurre en otros países, sea una Agencia pública estatal e independiente servida por funcionarios la que se encargue el Registro Civil, al entender que otros modelos posibles –el de gestión municipal, provincial o autonómica, o el de gestión funcionarial preventiva (tipo Registros de la Propiedad)- serían más disfuncionales entre nosotros al no atajar adecuadamente los problemas de descoordinación administrativa y de fragmentación informativa que hoy padecemos, sin olvidar, claro está, el problema constitucional de competencias que pudiera surgir de la mano del artículo 149.1.8 de la Constitución.

3ª. El Registro Civil sería único para todo el país y en él se acumularían todos los datos personales de interés jurídico del ciudadano.

4ª. El cometido irrenunciable de esa Agencia sería el de administrar esa inmensa base de datos para permitir que el ciudadano y cualquier administración interesada gestionaran sus comunicaciones on line, por supuesto con las debidas garantías de confidencialidad y seguridad jurídicas.

5ª. Esta Agencia reorganizaría sus infraestructuras. Es evidente que, aunque esta administración on line haría inútiles muchas de las casi 8000 oficinas hoy existentes, habría que contar con una mínima infraestructura –quizás de ámbito al menos comarcal-, infinitamente mejor equipada que la actual, para prestar con mayor calidad la atención e información que los ciudadanos requieren.

 

 

(*) Juan Luis Rascón es diputado del PSOE por Córdoba y vicepresidente primero de la Comisión de Interior del Congreso. Es también magistrado (en excedencia), fiscal (en excedencia) y ex portavoz de la asociación judicial Jueces para la Democracia.

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